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21 marzo 2013

RAÍCES DEL ODIO: DISCRIMINACIÓN E INTOLERANCIA



APARTHEID


Hace 53 años, el 21 de marzo de 1960, ocurrió la matanza de Sharpeville, en Sudáfrica, cuando la policía abrió fuego contra una manifestación pacífica en oposición al régimen político de segregación racial conocido como “apartheid”, dejando un saldo de 69 personas muertas, incluyendo mujeres y niños, así como 180 heridos. Días después, el gobierno racista declaró estado de emergencia y fueron detenidas 11,727 personas. Como resultado de esta persecución, el Congreso Nacional Africano y el Congreso Panafricano, que eran las más importantes organizaciones defensoras de la población negra en ese momento, fueron prohibidas y sus miembros obligados a pasar a la clandestinidad o al exilio. A la matanza de Sharpelville le sucedió una oleada de protestas en todo el mundo, incluida la condena de las Naciones Unidas. Esta situación de discriminación racial provocó que Sudáfrica quedara aislada de la comunidad internacional durante 30 años. En el idioma “afrikaans”, apartheid significa, literalmente, “separación” que asigna tareas y responsabilidades en función del color de la piel de las personas. El apartheid fue uno de los casos más significativos de discriminación en la historia contemporánea, por el grado de institucionalización que logró alcanzar el racismo en ese sistema político. La minoría racista que se adueñó del poder hizo del apartheid una política de Estado, alegando la necesidad del dominio y del control sobre “las razas no blancas que se encuentran en un nivel más bajo de civilización”, pretendiendo justificar el desarrollo separado como un medio eficaz para evitar tensiones y conflictos. El apartheid representó una forma de organización económica, política y social basada en una distinción racial que fue diseñada específicamente para mantener la supremacía de un pequeño grupo sobre el resto de la población. Para no olvidar esta masacre y al tipo de régimen político que la hizo posible, la ONU proclamó el 21 de marzo como el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial. Dicha tragedia marcó un hito importante en la lucha contra el racismo, pero esta lucha aún no ha terminado. Después de más de medio siglo, la discriminación racial, la xenofobia y las formas asociadas de intolerancia continúan siendo problemas extremadamente serios en nuestras sociedades.



El racismo aparece en sus orígenes como una formulación “naturalista” que considera las características biológicas de los grupos humanos y sus rasgos fisonómicos, como si expresaran alguna cualidad espiritual o cultural específica de las personas. El racismo provoca distinciones y exclusiones que anulan el ejercicio de los derechos humanos en las distintas esferas de la vida pública. Se ha llegado, incluso, a teorizar una “pigmentocracia” que clasifica a los individuos, formula jerarquizaciones y construcciones sociales de acuerdo con la pigmentación de la piel, produciendo asignaciones distintas en función del linaje. Claro está que en los seres humanos, a diferencia de otras especies, la adaptación no es sólo biológica sino también cultural. A lo largo de su historia la especie humana se ha convertido, desde el punto de vista biológico, en un grupo que presenta múltiples biotipos o variedades perfectamente distinguibles a simple vista, ya sea por el color del cabello, los ojos, o por la estructura corporal, la estatura o el peso. Los humanos no somos los únicos seres que presentamos tal diversidad, como ejemplo, es posible mencionar la enorme variedad en las razas de perros o caballos. Sin embargo, es sólo en el caso humano donde tales diferencias se han utilizado para establecer categorías sociales y políticas, de superioridad e inferioridad, de inclusión y exclusión, que se han tratado de justificar en varias épocas y momentos históricos desde el esclavismo, la encomienda, el exterminio, el holocausto y más recientemente, las limpiezas étnicas.



La intolerancia como comportamiento, expresión o actitud que viola los derechos del otro o incita a violarlos o negarlos, marcó al siglo XX, el “siglo del odio”, y amenaza con dejar su marca indeleble en el siglo XXI. La intolerancia comienza con la estigmatización del otro, la difamación, la marginación, la privación de derechos y la discriminación en su condición de ciudadano, y culmina con la persecución, el ataque físico, la agresión, el asesinato, la matanza y el exterminio. Así, observamos la siguiente paradoja: por un lado, nuestras sociedades requieren urgentemente de una pedagogía de la tolerancia que permita proyectarla como una cultura cívica, como una “educación para la democracia”, como un valor político que debe enseñarse y radicarse culturalmente entre las personas, mientras que, por el otro lado, la intolerancia forma parte de la misma naturaleza humana dando vida al “Homo Impatientes”, ese ser violento, agresivo y dogmático que todos llevamos dentro y que despierta de su letargo a la primera provocación. Por tal razón, el derecho humano a la no discriminación constituye el concepto clave para establecer un nuevo marco ético de convivencia en un mundo convulsionado por las nuevas intolerancias, la violencia, la guerra y el caos.