PODER CIUDADANO
El primero de septiembre próximo la Ciudad de México dará un paso más hacia su desarrollo como Ciudad Participativa. Ese día se elegirán los Comités Ciudadanos y Consejos de los Pueblos para el periodo 2013-2016, y se realizará la Consulta Ciudadana para el Presupuesto Participativo 2014. Son ejercicios que contempla la Ley de Participación Ciudadana del Distrito Federal que considera posible la realización de plebiscitos, referéndums y ejercicios de iniciativa popular. El proceso vinculará a las 16 delegaciones políticas, a las 1,753 colonias y 40 pueblos originarios que existen en la ciudad. Es necesario reconocer que la participación ciudadana aún no adquiere la potencialidad que podría tener, dada la corporativización política, la injerencia de los partidos en la promoción de los representantes vecinales, la burocratización de los procedimientos y la subordinación operativa a las jefaturas delegacionales. En este esquema, conviene reflexionar sobre el lugar que ocupa la participación ciudadana, sobre los usos de la representación vecinal, sobre las modalidades a disposición del ciudadano para la apropiación de la metrópoli y sobre los mecanismos para colmar el “déficit de participación” existente. Por regla general, cuando se habla de participación ciudadana la referencia es al estrecho ámbito del sufragio y al cumplimiento de las obligaciones entre los individuos y el sistema político. La participación hace posible la inclusión del ciudadano en la sociedad política y es un modo a través de la cual, las personas incorporan sus opiniones o decisiones al sistema político en particular y al espacio público en general. La moderna actividad política representa un conjunto de relaciones que se expresan de diferentes formas, modos, frecuencias e intensidades, y que se llevan a cabo entre ciudadanos, grupos, asociaciones y partidos. Estas relaciones políticas son democráticas, cuando se incluye la participación directa para influenciar las decisiones de quienes detentan el poder. En la democracia las consecuencias de la participación ciudadana son inmediatas y significativas.
La nuestra es, todavía, una democracia ineficaz que se encuentra paralizada, en la que los ciudadanos y las instituciones son víctimas de una clase política incapaz de producir nuevas prácticas y consensos. La idea del desencanto democrático no es nueva, lo demuestra una larga tradición del pensamiento político que inicia con Platón –quien considera a la democracia una forma corrupta de gobierno fundada en el número y la licencia- y llega hasta nuestros días, con autores como Robert Dahl, quien propone reservar el término “democracia” a su realización ideal, sugiriendo el concepto “poliarquía” -o muchos centros de poder- para describir la realidad pluralista de los actuales regímenes políticos, fundados en el libre consenso de los ciudadanos. Esto se debe, en parte, a la contraposición entre la “plaza pública” y el “palacio”, es decir, entre gobernados y gobernantes, que refleja la incompatibilidad entre los intereses colectivos, y los intereses privados, de grupo o de partido. La plaza pública representa el espacio de la “Societas Civilis”, de la transparencia, del “Ágora”, en donde los ciudadanos son igualmente libres y forman una comunidad política. El palacio representa el espacio del poder oculto, de la Razón de Estado y los secretos de gobierno o “Arcana Imperii”. El palacio es el lugar donde se toman decisiones lejos de las miradas indiscretas de la población.
Entre la plaza y el palacio existe una relación de incomprensión recíproca y de rivalidad, porque vista desde el palacio, la plaza pública es el lugar de la libertad licenciosa, del complot y la manipulación, mientras que, contrariamente, desde el espacio público, el palacio es el lugar de la corrupción y del poder arbitrario. Esta contraposición entre la plaza y el palacio, es también, la contraposición entre sociedad civil y sociedad política.
El poder ciudadano se expresa al margen de los partidos políticos tradicionales, a quienes considera, más allá de sus historias e ideologías, incapaces e ineficientes para proteger los derechos de las personas. El poder ciudadano es la expresión de una nueva identidad política de la sociedad mexicana, no en cuanto “pueblo genérico”, sino como “ciudadanos concretos”. Durante décadas el discurso político se orientó a un pueblo uniforme y homogéneo. Actualmente, la referencia es a una sociedad pluralista y heterogénea, jurídicamente libre e igualitaria. El ciudadano de nuestros días es el integrante de la comunidad política, que vive al amparo de una ley común que tutela su derecho a participar activamente en la vida del Estado. El ciudadano (y no el individuo, porque la comunidad de ciudadanos es la que integra al Estado) goza de un estatus político que le permite no sólo formar parte de la esfera pública, en cuanto espacio en donde se define el bienestar de la comunidad, sino también, gozar del derecho a la participación en los asuntos que conciernen a su vida cotidiana. A través de la participación y de la democracia directa, la sociedad civil mexicana se constituye en un actor autónomo de nuestro proceso de cambio político.
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