ABSTENCIONISMO Y FEDERALISMO ELECTORAL
Nuestro sistema de federalismo electoral muestra signos de agotamiento. Más allá de las evaluaciones que se puedan realizar sobre el pasado proceso electoral, destacan los elevados niveles de abstencionismo, que con ligeras variaciones quedaron como sigue: Aguascalientes (51%), Baja California (60%), Chihuahua (64%), Coahuila (46%), Durango (57%), Hidalgo (60%), Oaxaca (49%), Puebla (55%), Quintana Roo (68%), Sinaloa (53%), Sonora (72%), Tamaulipas (54%), Tlaxcala (46%), Veracruz (60%) y Zacatecas (43%). Nacidos para organizar y fomentar la participación ciudadana, los órganos electorales locales han demostrado que falta mucho por hacer para cumplir con esta tarea.
A ellos corresponde la delicada función de la capacitación electoral y la educación cívica, para vincular a la sociedad con el fortalecimiento del régimen democrático. La promoción del voto y la participación ciudadana, tienen por objetivo combatir el abstencionismo porque representa una de las enfermedades que aquejan a la democracia. Es claro que el abstencionismo en materia electoral constituye un problema de educación cívica y responsabilidad social. Sin embargo, si una persona no acude a las urnas, también puede ser producto de una decisión libre y razonada. Consecuentemente, lo primero que hay que distinguir en el abstencionismo, es la presencia de una voluntad consciente de no acudir a las urnas, estando calificado para ello. Este es el abstencionismo activo, que expresa una voluntad manifiesta de no votar, y debe distinguirse del abstencionismo pasivo, en donde el elector enfrenta obstáculos técnicos y estructurales que imposibilitan la votación, como en los casos de quienes se encuentran en el extranjero, cambian su domicilio y no se actualizan en el padrón, o los que simplemente han extraviado su credencial de elector. Una inadecuada organización electoral, condiciones naturales, meteorológicas o el estado de salud del votante, hacen que el resultado sea el mismo: la abstención.
El abstencionismo activo tiene varias explicaciones. Unos lo ven como síntoma de un progresivo desencanto hacia la forma de gobierno, otros como una modalidad de protesta contra el sistema o como inconformidad respecto a las opciones que representan los partidos. El abstencionismo activo es la exteriorización de un malestar social respecto a la clase política en su conjunto, que desincentiva el sufragio. En los sistemas electorales en los que el voto es concebido como un derecho, su no ejercicio es legítimo y debe respetarse como una condición necesaria del régimen de derechos fundamentales. Es el caso de los sistemas electorales de Colombia, Guatemala, Panamá y Venezuela. En otros países, el derecho al voto es un deber, pero la norma que lo impone carece de sanción, como en México, Costa Rica y Ecuador. También hay ordenamientos en los que el voto es un deber cuyo incumplimiento implica una sanción como en Paraguay, Perú, Uruguay, Argentina, Brasil y Chile. No obstante, el voto se ejerce en función de la convicción del ciudadano de que su voluntad decidirá el destino de los asuntos públicos de su comunidad, y no el miedo a ser sancionado.
El abstencionismo expresa falta de representatividad en el arreglo democrático, puesto que puede reconocerse cierta homogeneidad de características de ingreso, de género o de origen regional en los abstencionistas. Las soluciones para enfrentar el abstencionismo, deben ser, por lo tanto, amplias y diversas. Los órganos electorales que cuentan con la facultad de operar leyes de participación ciudadana tienen posibilidades de convencer a la ciudadanía de que su voto hace una enorme diferencia para el sistema político en su conjunto. El abstencionismo refleja falta de credibilidad en los políticos, alejando al ciudadano de la participación, incrementando la apatía y la indiferencia. El elevado abstencionismo que observamos, es prueba de un desempeño de los partidos por debajo de las expectativas de los ciudadanos. El agotamiento de su capacidad renovadora, las dificultades para el acceso de los ciudadanos a la contienda electoral, los exagerados gastos de campaña, las tendencias oligárquicas, así como la ausencia de democracia interna en los partidos, son señales preocupantes de nuestro tiempo. El escenario se complica con la percepción ciudadana de que las autoridades electorales se han convertido en apéndices de la partidocracia y de que existen deficiencias en nuestro sistema de justicia electoral. La transición mexicana prometió la integración de un sistema de partidos eficaz, eficiente, moderno y acorde con los reclamos de una sociedad cansada del autoritarismo de los gobernantes.
Actualmente, las luchas internas, la corrupción, la manipulación, la demagogia y el clientelismo, han marginado las aspiraciones ciudadanas de una mejor representación política y de una democracia participativa. El resultado ha sido que las oligarquías partidarias han logrado expropiarle al país su soberanía popular, y a los ciudadanos, su capacidad de decisión. Se fortalece así, la indiferencia ciudadana frente a una política fundada en el espectáculo y sin propuestas, que sólo contribuye a aumentar la separación entre el desarrollo democrático del país, y una clase política que no se encuentra a la altura del momento histórico que vivimos.
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